Obedientia Civium Urbis Felicitas

| 06 febrero 2013
Es invierno. Los resfriados y los paraguas se turnan donde los grados se cuentan con los dedos de una mano. El rápido desayuno al calor de mi radiador eléctrico da paso al olor a mi tierra mojada. La piso cada mañana mirando con recelo el termómetro de la dársena. Me faltan dedos para señalar al parado que busca hueco en una sociedad que va tan rápido como pasa el Metro que acabo de perder. Corremos hasta sin tener prisa, porque quizá tememos que perdamos un tren que nunca vimos, pero que nos prometieron desde siempre. Vuelve el calor con la música del rascatripas que se menea como las señoras que se apresuran a recoger el sitio que suponen que para ellas dejaron en lo público. Sales a la calle, ojeando al atascado, al tropezado, al indignado, al confundido. La ciudad es tuya, y de nadie. Temes unirte a los perdidos, así que sigues a las prisas que te llevan para hacer tu jornada. Esperas encontrar refugio en la bebida caliente que a media mañana te recuerda el calor del hogar que apenas regentas. La media mañana y la media tarde gozan de la calma que la comida no ofrece, y aunque con menos alimentos en tu cuerpo, el tiempo te permite plantearte por qué aguantas. La noche cae, sobre la media tarde. El ligero viento venido del norte te recuerda de nuevo el calor que no tienes. Tu deseo de descanso se acentúa cuando aprovechas a pasear o tapear. Pero no quieres ser como esos europeos que no tienen vida, y exprimes cada minuto. Al final del día, si la cocina, la lavadora o la limpieza te han dejado tiempo, recuerdas poner la alarma. Sabes que te levantarás con el miedo de tener menos grados que minutos libres al día. Pero es tu ciudad. La adoras. Porque Madrid es así, y si quieres disfrutarla tienes que sufrirla.